Antes de que Rhythms of the Night transformara Las Caletas en un escenario de mito y arte, esta cala escondida ya formaba parte de la historia cinematográfica. Su historia comienza con John Huston, uno de los cineastas más audaces de Hollywood.

Huston forjó su legado dirigiendo obras maestras como The Maltese Falcon, The Treasure of the Sierra Madre, The African Queen y Prizzi’s Honor. Sus películas revelaban las luchas, pasiones y contradicciones de la naturaleza humana, y su espíritu inquieto lo llevó más allá de Hollywood. A inicios de la década de 1960, Huston eligió Puerto Vallarta para filmar La Noche de la Iguana, una producción que no solo obtuvo reconocimiento internacional, sino que también colocó a este pequeño pueblo pesquero en el mapa cultural del mundo.

Cautivado por la belleza indómita de las playas de Puerto Vallarta, Huston buscó refugio e inspiración en Las Caletas, un paraíso escondido accesible únicamente por mar. En sus escritos de principios de los años 80, describió noches en las que criaturas salvajes recorrían su jardín, mañanas en que bandadas de loros surcaban las copas de los árboles y mares llenos de mantarrayas, ballenas y delfines. Llamaba a Las Caletas “una isla”, un santuario aislado de caminos y ruidos, donde la propia naturaleza marcaba el ritmo de la vida.
Allí, el cineasta encontró más que soledad: descubrió un santuario donde la selva, el océano y la imaginación convergían. Mucho antes de Rhythms of the Night, Las Caletas ya se había convertido en un lugar donde el arte, la naturaleza y la narrativa se entrelazaban.

Sus reflexiones, conservadas en una carta de aquella época, revelan cuánto esta cala se volvió parte de su espíritu: un lugar de sanación, inspiración y tranquilidad.
Durante la mayor parte de los últimos cinco años he estado viviendo en Puerto Vallarta, Jalisco, México. Cuando vine aquí por primera vez, hace casi treinta años, Vallarta era un pueblo pesquero de unas dos mil almas. Solo había un camino hacia el mundo exterior, y era intransitable durante la temporada de lluvias. Llegué en una avioneta, y tuvimos que espantar al ganado de un campo a las afueras del pueblo antes de aterrizar.
Con el paso de los años regresé a Puerto Vallarta en varias ocasiones. Una de ellas fue en 1963 para filmar La Noche de la Iguana. Fue gracias a esta película que el mundo escuchó por primera vez acerca del lugar. Visitantes y turistas comenzaron a llegar en masa.
Ahora estoy viviendo en Las Caletas, donde he arrendado una hectárea y media a la Comunidad Indígena Chacala; el gobierno mexicano les ha otorgado a estos indígenas un largo tramo de costa y una amplia región interior. Para llegar a donde vivo se debe conducir unos quince kilómetros al sur de Puerto Vallarta hasta un pequeño pueblo pesquero llamado Boca de Tomatlán, donde la carretera se aleja del mar y se interna en las montañas. Desde Boca se toma una panga (una lancha abierta de fibra de vidrio con motor fuera de borda) hacia el sur, durante unos treinta minutos, hasta Las Caletas.
Tengo el lugar en un contrato de arrendamiento de diez años, con opción a otros diez. Después de eso, la tierra y todo lo que haya construido en ella regresará a los indígenas. Las Caletas es mi tercer hogar. No hay caminos hacia él, y es poco probable que alguna vez los haya: el poblado más cercano está a media hora de distancia por una vereda selvática. Las Caletas mira hacia el mar y da la espalda a la selva; por esta razón, uno lo percibe como una isla.
Aquí la vida se vive al aire libre. Por la noche, las criaturas salvajes bajan a inspeccionar los cambios que he hecho en su dominio: coatíes, zarigüeyas, venados, jabalíes, ocelotes, boas, jaguares. Encontramos sus huellas o rastros por las mañanas. Bandadas de loros frenéticos llegan volando con las primeras luces, llenos de charla. Suben, se lanzan en picada, giran al unísono, se posan en las copas de los árboles, todos parloteando. Vuelven a despegar, hacen un par de giros rápidos y desaparecen… siempre hablando.
Tras el amanecer, la selva se aquieta, pero siempre hay actividad en el mar. Pelícanos en pareja, rozando las olas; gaviotas y otras aves marinas zambulléndose cuando la superficie de la bahía hierve de sardinas o cardúmenes de otros peces pequeños. Hay una mantarraya que actúa con regularidad a unos cincuenta metros de la orilla. Siempre salta dos veces. La primera es para llamar tu atención. Luego lanza sus tres mil libras de peso tan alto fuera del agua que puedes ver las pecas en su vientre blanco. Ballenas grises, jorobadas, orcas y delfines recorren las aguas. Estamos tratando de llevar un registro de las grises, porque este es el punto más al sur donde se las ha visto jamás.
Los inviernos son de una claridad deslumbrante. Casi no llueve durante nueve meses. En primavera, el verde de la selva se desvanece hasta volverse un tono oliva apagado. A finales de junio las nubes comienzan a reunirse. Se espesan y descienden hasta quedar a media montaña. La atmósfera se vuelve cada vez más pesada. Entonces, un día, los cielos se abren y las lluvias torrenciales caen con furia. Al instante estallan los colores por toda la selva: orquídeas, aves del paraíso, toda clase de bromelias. Y cada noche hay un despliegue eléctrico en el mar, iluminando el horizonte como un gran duelo de artillería entre mundos.
Ahora que tengo cierta edad, estoy siguiendo un viejo consejo irlandés al venir a vivir junto al mar: “Detiene los dolores de las viejas heridas. Restaura el espíritu. Aviva las pasiones de la mente y el cuerpo, y al mismo tiempo otorga tranquilidad al alma.”

